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06 de March del 2022 a las 21:17 -
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Así viven la guerra en la pequeña colonia rusa de Uruguay.

Como siguen la guerra en San Javier
Así viven la guerra en la pequeña colonia rusa de Uruguay.

Leonardo Martínez se detiene en una página del diario sanducero El Telégrafo y lee: “Nos embarga una profunda emoción de estar en este lugar, en estos momentos, donde hace 100 años desembarcaron nuestros abuelos, los fundadores de San Javier”. Así empieza el discurso que pronunció el 27 de julio de 2013 con mismo orgullo con el que ahora lo recuerda.

 

—Me emocioné de tal manera… Uno se hace el duro, pero se quiebra.

 

 

 

Martínez Porro Gayvoronsky, nieto de inmigrantes rusos y responsable de la oficina de turismo de San Javier, Río Negro, guarda en carpetas cada recorte de diario que menciona al pueblo. Los ordena por década desde su fundación. Este “museíto”, como lo llama él, es una pieza construida en el fondo de su casa donde instaló su escritorio y se rodeó de las antigüedades, libros y documentos históricos que consiguió a lo largo de los años. La historia de cada objeto y de cada documento va hilvanando una historia mayor, la que él quiere contar: la de la inmigración, la de los abuelos rusos, la de San Javier.

 

El pueblo, a 367 kilómetros de Montevideo y 13.288 de Moscú, está paralizado en este mediodía de carnaval. Las persianas bajas atajan el sol que calienta. Se acerca la hora de la siesta. Lo único que se mueve son dos funcionarios municipales que acondicionan la letra “S” de “San Javier” en el parque que da al río Uruguay. También hay autos, dos o tres, que estacionan frente al restaurante Zdorovie: el único restaurante ruso en todo el país, dice su dueño, Oscar Malarov Urivsky.

 

En la puerta, un pizarrón de dos metros anuncia lo que se puede encontrar: shashlik, vareniky, piroj, vodka, souvenirs. Adentro todo es blanco, rojo y azul. El lugar es cálido, con un techo bajo que ya tiene 100 años, como toda la construcción. Malarov atiende a los clientes y junto a su esposa elaboran el menú.

El televisor pasa una danza clásica rusa a todo volumen hasta que un comensal, productor de la zona, pide ver el informativo. Ahora Carlos de Pena, desde el aeropuerto, cuenta su travesía. “Nunca más vuelvo a Ucrania”. Siguen las noticias: un millón de refugiados salieron de Ucrania en una semana.

Periodistas de una agencia internacional de noticias almuerzan a dos mesas de la nuestra. Maralov confirma que San Javier llamó la atención de la prensa en cuanto se desató la guerra. No le extraña. Es más: la atención de la prensa puede ser una buena forma de promocionar todo lo que San Javier tiene para ofrecer.

Vestido con una camisa tradicional rusa, el dueño, mozo y chef cierra el restaurante a las 14 —hora en la que el pueblo duerme— mientras cuenta que las recetas de los platos que sirven vienen de familia, y que fue su bisabuela Eudosia, nacida en Vorónezh, una ciudad rusa cercana al Donbás, la que pisó tierra uruguaya y sentó raíces en San Javier unos años después de que llegaran los fundadores.

 

Un moscovita en el pueblo.

Lo rubio y lo alto no llaman la atención en San Javier, por eso Maralov me avisa que el joven que fuma en la mesa de afuera es ruso y se llama Vladimir. En el restaurante funciona un bar por la noche y es él quien prepara los tragos. Hace dos años, Vladimir recorría Latinoamérica con Brasil como destino definitivo, pero la pandemia lo encontró en Uruguay y acá está, esperando que las horas pasen, que se haga la noche, que se haga el día siguiente y el siguiente y en poco tiempo poder irse a Brasil. 

 

—What do you want to know?

Vladimir habla algo de inglés y un español mezclado con portugués. Y responde lo que quiero saber:

—Algunos ucranianos se sienten rusos pero la mayoría no. La mayoría quiere estar con la Unión Europea. Lo que está pasando ahora no tiene sentido. Que Rusia haya ayudado durante ocho años a los separatistas no tiene sentido, y que ahora invada Kiev y toda Ucrania… Todo es una locura.

 

—¿Cómo viven la guerra tu familia y tus conocidos?

 

—Hay mucho miedo en Rusia. Encarcelan a los que se manifiestan. Encarcelaron niños por llevar pancartas contra la guerra. En Rusia ni siquiera se usa la palabra “guerra” en los medios.

Vladimir tiene sentimientos encontrados: impotencia por estar a miles de kilómetros y no poder hacer nada, pero algo de alivio al estar lejos. No volvería a su país. Al menos no por ahora.

—Si estuviera en Moscú estaría protestando. Pero no quiero volver.

Se cansa de mezclar el inglés con el español y va a buscar el celular. Abre el traductor y habla cómodo en su idioma una frase larga. Me muestra la pantalla: “Putin firmó una ley que establece que si ayudo informando o traduciendo algo para Ucrania se me consideraría un traidor a la patria y por esto puedo obtener 15 años de prisión. Si comunico o apoyo la posición de Ucrania y se enteran, me encarcelarán. Consideran toda esta locura como una traición”.

Abre WhatsApp y vuelve a mostrarme la pantalla. Un periodista español, amigo suyo, le pidió que tradujera para él dos documentos con información sobre soldados rusos. “Lo siento, amigo, no puedo ayudarte”, respondió Vladimir. Los documentos no tenían información relevante, me cuenta. Aún así, no se arriesga.

—¿Cómo creés que se puede parar todo esto?

 

—No se puede parar. No hay fin. Cuando Putin empieza a hacer algo, no para.

Vladimir mira a la calle Basilio Lubkov y fuma. Un perro viejo cruza frente a nosotros, por si se nos olvidó en qué país estábamos.

La identidad.

Introdujeron el girasol. Levantaron el primer molino aceitero. Construyeron la primera escuela pública de la zona, a la que concurrían unos 150 niños que ni siquiera hablaban español a aprender sobre el país en el que entonces vivían. La historia de San Javier está llena de primeras veces. Carmen, una vecina de 65 años, nieta de rusos, recuerda una muy particular:

—El abuelo era carpintero y asmático. El polvillo de la madera lo hizo desistir de la carpintería y se fue a la isla La Paloma. Ahí hizo su colmena y trabajó y trabajó… Y fue el primer hombre que usó un tanque de oxígeno acá. Fue ya para morir, pero el primer tanque de oxígeno lo usó él.

 

Carmen vive con su marido en el terreno que compró su “baba” (abuela) al llegar de Rusia en la década de 1920. En el predio hay dos casas: la suya y la de su madre. Me hace pasar a la de la madre, saca un baúl de fotos, cientos de fotos, las divide, me da la mitad y emprendemos una búsqueda: la foto de su abuela.

No sé cómo era ella ni cómo es la foto, pero busco igual. El olor a papel viejo se hace más intenso mientras más desparramamos las fotos sobre la mesa. Carmen me dice que no entiende nada de la guerra, que es horrible que vayan gurises a luchar, que ¡¿otra vez Rusia en guerra?!, que mirá, esta es mi sobrina bailando kalinka, que en los tiempos de antes eran todos hermanos, que su abuelo era polaco y su madre era rusa.

La foto de la abuela no está. Sí la del abuelo. Un hombre en blanco y negro en el zaguán de una casa; alto, de traje y sombrero, erguido e impasible. Carmen se da por satisfecha y vuelve a sentarse en el frente de su casa con su marido.

Leonardo Martínez tiene cientos de fotos como esa en los recortes de diarios viejos que guarda. En una de ellas está su abuelo, de traje y sombrero, en una página tan vieja que parece a punto de desintegrarse. Desde hace un tiempo optó por guardar el diario entero en lugar de recortes, pensando en que alguien como él, dentro de 50 años, repasará cada noticia del pueblo y tendrá además el contexto de cada una. Martínez pasa las páginas, cierra una carpeta y abre otra década. ¿Cuántas veces habrá leído estos recortes?

 

A veces el pueblo es el título y a veces es un recuadro en una esquina. Me cuenta que leyó el archivo del diario El Telégrafo desde 1910 en adelante, porque leer la prensa en cierta forma es leer la historia. Para él, cada noticia que guarda tiene el mismo valor. Por ejemplo:

Ministerio de Turismo seleccionó a San Javier para una muestra de la Organización Mundial de Turismo.

Reparación de calles de San Javier.

Pandemia: en lugar de 500 llegaron 60 turistas a San Javier.

Un vecino de San Javier filmó un Aguaraguazú.

De adolescente, Martínez trabajó en la radio del pueblo. Pasaba música tropical en la tarde, “en un programa bien dicharachero”. Con el tiempo asumió más responsabilidades y le ofrecieron trabajar en la mañana. “¿Será que la música tropical la escuchan en la mañana?”, le preguntó a su padre. “De música tropical, ¡nada!”, le respondió.

Su padre seleccionaba los tangos y le daba pie para hacer comentarios al aire. Y una de esas mañanas tuvo una idea que despertó en Martínez la curiosidad que lo llevó a construir ese museo personal empapado de la memoria de un pueblo: “¿Por qué no te ponés a hablar de historia?”. Así, la suya propia empezó a escribirse sola.

Dice Martínez que el programa cautivó a los más veteranos del pueblo, que incluso le llevaban fotos, documentos, diarios. Todo tenía algo de Rusia. A ellos les gustaba recordar el pasado, y a Martínez, conocerlo. Así se fue construyendo el imaginario de una nación lejana en tiempo y espacio, en un pueblo donde cada esquina remite a ella.

 

—El sentimiento de lo que está pasando es encontrado —dice Martínez—. Si bien uno tiene a Rusia como la tierra de sus ancestros y le agarró cierto cariño por eso, en el tema bélico te das contra la pared. Los conflictos internos dentro de Ucrania, que vienen desde hace tiempo, no le dan la potestad a Rusia, pese a que algunos se sientan rusos, de correr el alambrado y decir “esto es Rusia”.

Tanto Martínez como el resto de los vecinos de San Javier son cautelosos al dar su opinión sobre esta invasión rusa. Muy cautelosos. Piensan la respuesta y en todos los casos hablan de historia. La respuesta nunca es corta y nunca es tajante. Salvo en una cosa: todos condenan la guerra, eso sí.

—¿Teme que se demonice a Rusia, a su cultura?

 

—Hay tanta gente convencida de que Rusia es el malo y Ucrania es el bueno y por eso Rusia lo atacó. Pero es muy complejo, y cada cual, según sus intereses, va a decir lo que le conviene. Para mí son pueblos hermanos. Y mi pueblo hoy está directamente vinculado a Rusia y a Ucrania, aunque más a Rusia. Me daría lástima que se asocie lo negativo a nuestro pueblo, solamente por ser descendientes de inmigrantes rusos. Eso es lo que más me dolería, porque tanto se ha trabajado para sentirnos orgullosos de eso, transmitirlo, hacérselo saber a la gente que nos visita.

La tarde empieza a caer en San Javier. Las paredes del pequeño museo de Martínez se tiñen de naranja. Todo lo que tiene lo va a trasladar a un salón del edificio que fue la cooperativa de los fundadores, donde también funciona la oficina de turismo. La idea es, a través de los objetos, contar la historia del pueblo.

Sobre el escritorio está su última adquisición: una decena de casetes que rescató del basurero hace apenas unos días. Ya están digitalizados. Reproduce el audio desde el celular y suena una misa grabada hace 30 años en el templo religioso de San Javier. “Vivid como cristianos y glorificad al creador del universo”, dice en ruso una voz grave.

—¿Qué sentido tiene todo esto?

 

—El sentido que le encuentro es el orgullo de seguir descubriendo el legado de los abuelos. Estoy convencido de que en el futuro, esto va a ser importante.


(*) Artículo publicado por Delfina Milder en El País.



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